Abres los ojos llamada por el halo de luz que entra a través de los resquicios de la persiana. Aún es tenue, pero la tímida nota cálida en ese halo furtivo te hace pensar que quizá esté llegando una nueva estación. Hace exactamente dos años también pensabas en la primavera, pero no pudiste sentir como los rayos del sol calentaban tu piel cada día más rápido. Cada mañana oías los pajaritos -¿serían gorriones?- desde la ventana del salón. No se te olvidará jamás. Pero ellos sí pudieron salir volando. Tú te quedaste encerrada.
Es irónico que, 24 meses después, seas más libre que antes pero mantengas ese terrible nudo en la garganta. Eso sí, de cuando eras totalmente libre, del antes del antes, apenas tienes un recuerdo difuso. ¿De qué insignificancias te quejabas por entonces? También las has olvidado.
Y lo de sentir que el mundo se deshace entre tus manos…ya sabes que no es un sentimiento. No son imaginaciones tuyas. ¿Ves como todo sigue igual? Estás cansada. Pero al menos no es lunes. Animada por ese pensamiento te atreves a abandonar el calor de la funda nórdica, no sin cierta reticencia. Si tienes suerte darás un beso a tus seres queridos (humanos o animales) de camino a la cocina.
Llenas la cafetera de agua, prensas el café dentro (por lo menos el olor reconforta el alma, aún nos quedan los pequeños momentos) y cierras la rosca distraídamente. Mientras la vitrocerámica, animada por tu dedo, suena exactamente con nueve pitidos, piensas en que si hubieras nacido unos miles de kilómetros más hacia el este a estas alturas no tendrías café. Ni un pijama gustoso. Quizá tampoco seres queridos. Y te culpas por quejarte de frivolidades como que hoy daban lluvia o que mañana es lunes.
Al final la vida sigue y tenemos que aguantar como podamos. Pero estás muy cansada, ¿es que nadie lo ve? Aguantar el tipo en esta carrera de fondo es lo más agotador que has hecho jamás, piensas. El agua de la cafetera sigue aún fría. Todo a su tiempo.
Mientras esperas a que el café intente escapar de la cafetera sacas el móvil del bolsillo del pijama. Es una mala costumbre y lo sabes. No te atreves a abrir la app del periódico porque últimamente te da pesadillas. En realidad el adverbio “últimamente” es un eufemismo porque no recuerdas un momento en el que las noticias no te revolvieran el estómago. ¿Ves como todo sigue igual?
Mejor comprobar el correo. Empiezas a percibir un sutil burbujeo. Ves el email que te avisa de tu nueva carta de Elixir. Llega puntual cada dos domingos, como siempre. Como si el mundo no se estuviera desmoronando frente a nuestros ojos, o explotando como las burbujitas de papel de envolver. ¿Ves como todo sigue igual?
Los emails llegan a la hora de siempre, la gente abre las persianas de los comercios, los padres cambian pañales, las manifestaciones se suceden, algunos cocinan tortilla para cenar con el corazón en un puño. Y todos barremos nuestra casa llueva o truene.
Todo sigue igual y a menudo te preguntas si es suficiente con barrer nuestra parte. Si no tendrías que estar leyendo más, compartiendo más, donando más o guardando luto por la sangre de tus hermanos. Ese sentimiento que tienes a diario de que hagas lo que hagas nunca es suficiente te desborda a diario.
El humo sale de la cafetera, ahora sin disimulo.
Pero qué es lo que pretenden. ¿Que tengamos un horario para lamentar y otro para producir?¿Cómo se contestan emails o se cargan cajas en un camión con el alma y la fe en la humanidad rajadas en dos? Se puede hacer, sí, ¿pero durante cuánto tiempo? Y lo más importante: ¿a qué precio?
El burbujeo aumenta de intensidad pero en tu mente ni siquiera existe.
¿Es posible vivir en lo cotidiano cuando el mundo está en llamas? ¿Cómo se evita la sensación de que tu realidad es una farsa, un teatrillo en comparación con lo que pasa fuera? ¿Cómo nos acostumbramos a la simultaneidad de la rutina y la catástrofe? Es más, ¿cómo es posible que aún no nos hayamos acostumbrado? Por esto deberían darnos créditos de libre elección en la universidad. La asignatura se llamaría Resiliencia Existencial. Aunque últimamente la máxima libre elección a la que podemos aspirar es a elegir el color de nuestros barrotes. Poco más. Aún así, te dices, esto es un lujo que otras personas no tienen. Póngame dos tazas de culpabilidad y un terrón de azúcar.
Hablando de tazas, el café intenta escapar de la cafetera hace rato. El aroma embriagador y tostado que invade la cocina te hace volver a tu privilegiado domingo por la mañana. No llueve tanto como auguraba el hombre del tiempo.
Viertes el líquido que bulle como tu mente en dos tazas, una nube de leche en cada una. Mientras vuelves a la habitación, cafés en mano y con la intención de esconderte del mundo bajo la funda nórdica (solo un minuto más, prometido), piensas en que mañana levantarás de nuevo la persiana. También barrerás tu parte. Harás todo lo que puedas, por ti y por el mundo, y eso será suficiente. Tiene que serlo porque a estas alturas nos va la cordura en ello.
*La imagen es de @marieschnoell
"La simultaneidad de la rutina y la catástrofe", puf. Menos mal que nos queda el café. Me ha encantado, geme 💛
Leerte y leerme en muchos rincones que no sé ni cómo nombrar. Abrazo!