#3 La de volar alto y lejos
Después de casi siete meses sin surcar los cielos, ayer le di por fin al botón de “Comprar billletes”. A pesar de ser consciente de que no me voy muy lejos, una sensación cálida como de miel líquida, dorada y aromática bañó mi cuerpo. Por fin un pequeño triunfo.
Un triunfo frente a esa palabra que tenemos desgastada, que empieza por P y que ni ella misma quiere ser nombrada ya.
Cada escapada, cada terraza al sol, cada reencuentro y cada celebración son un pequeño triunfo porque significa que estamos más cerca de lo nuevo y luminoso que tanto tiempo llevamos anhelando. Seguramente no será como esperamos, tampoco será digno de llamarse normalidad, pero será el comienzo de algo. Y eso siempre es bueno.
El caso es que mientras tecleaba los números de mi tarjeta de crédito me he dado cuenta de lo mucho que echo de menos los viajes largos.
Menuda novedad amiga, ¿y quién no? - casi te oigo decirle a la pantalla.
No me refiero al hecho de descubrir lugares remotos en sí. Sé que no soy la única que vibra al ver la misma luna desde latitudes opuestas a las habituales.
Pero llevo tiempo pensando que los viajes largos en avión albergan cierto encanto. Sí, a pesar de las comidas recalentadas, los lloros de los niños (hay momentos en los que estoy segura de que muchos pasajeros se unirían a la sinfonía de buen gusto) o la grosería del señor de delante, que ha empequeñecido tu espacio vital aún más si cabe inclinando su asiento sin preguntar.
Por no hablar de la obra de ingeniería que supone hacer pis dignamente en un baño de avión (de cambiarte la copa menstrual ya ni hablamos).
A pesar de todo eso, me gustan los aviones. ¿Has pensado alguna vez que tienen un efecto unificador? No importa la edad, el género, tu clase social o lo guay que seas, en cabina somos todos iguales. No existe forma de viajar a la velocidad de la luz y saltarte el paso de atravesar océanos de nubes junto con 1700 bolsas de cacahuetes volando a kilómetros de altura (si pillas esta referencia te invito a una cerveza de tamaño normal, no de tamaño avión).
Vamos, que puedes rodearte de todos los lujos del mundo si te hace sentir mejor, pero las ocho horas de vuelo te las vas a comer igual que el que viaja en clase turista unos cuantos asientos detrás. Y las ojeras de una noche sin pegar ojo no entienden de clases.
Pero aparte del efecto democratizador y del placer de imaginarme saltando entre nubes esponjosas, lo que más me gusta de los viajes largos en avión es que te obligan a estar desconectado del mundo exterior.
Piénsalo. Una larga travesía en avión, aislado del exterior y obligado a permanecer en tu asiento es una oportunidad de oro para sentarte contigo mismo, quizá por primera vez en muchísimo tiempo. No hay escapatoria. No puedes evadirte mirando Instagram, chateando o contestando emails. Y eso, según como lo enfoquemos, puede ser una oportunidad o una fuente de incomodidad.
Decía Maya Angelou que se puede decir mucho sobre una persona por cómo se comporta en tres situaciones:
Un día lluvioso,
Un equipaje perdido,
y unas luces de Navidad enredadas.
Yo añadiría la cuarta situación de “encerrado en un avión durante 8 horas”
Si te fijas, hay gente que se toma una pastillita para dormir, en un intento de que todo pase más rápido y no enterarse. Los podemos llamar los evasivos.
Otras personas sacan los cascos, los libros, una libreta y si me descuidas las cartas del tarot y se preparan para un largo rato de ocio tan forzado como, en cierto modo, deseado. Disfrutones.
Los trasnochadores no pueden vivir sin la lucecita individual y leen ferozmente o ven pelis mientras todos los demás duermen como pueden. Solo claudican cuando las azafatas sirven el desayuno, cayendo rendidos tras una loca “noche” de desfase audiovisual.
Otros, que bautizaremos como ejecutivos, se pasan la mitad del viaje con el ordenador encendido en un alarde de continuar con la productividad salvaje que se exigen en tierra. A veces terminan jugando al solitario, pero el sentirse personas ocupadas es su red de seguridad.
También están los contorsionistas, que adoptan posturas imposibles desde el minuto uno porque son gatos atrapados en un cuerpo humanoide y llevan regular eso de no estirarse cada cinco minutos.
¿Qué tipo de pasajero eres tú? ¿Adivinas cuál soy yo?
Me despido hasta dentro de dos domingos con una petición quizá algo impopular: que nunca se democratice el wifi en los aviones.
Un abrazo,
Paula
P.D. Debo confesar que me he sentido tentada a no mandar la carta de hoy. Hablar de viajes o de cualquier otro tema que no sean las atrocidades que están pasando en el mundo se me antojaba insensible e incluso frívolo. Pero hay dos cosas que me han hecho darle a enviar:
El mundo está lleno de situaciones horribles (ojalá no fuera así) y eso no puede paralizar nuestras propias vidas permanentemente. Presos del pánico o de la apatía por todo lo malo que nos rodea no somos ni felices ni agentes de cambio.
Leer a Carmen Pacheco diciendo que la resignación es uno de los elementos indispensables para que las cosas nunca mejoren. Cuánta razón.
Espero que los breves minutos que acabas de pasar leyendo esta carta te hayan ayudado a conectar con lo bonito que aún tenemos (que es muchísimo, no lo olvidemos) ♥
*la obra que ilustra esta carta es de Shira Barzilay, @koketit en Instagram