Hoy quiero hablarte de un tema que me inquieta desde hace tiempo. Supongo que se debe a que últimamente me están pasando muchas cosas muy rápido (de las buenas, don’t worry) y eso hace que parte de mi entorno también reaccione de forma curiosa en respuesta a tanto cambio.
Hoy quiero hablarte de las etiquetas. Y no me refiero a las que llevan los objetos materiales en esta sociedad de consumo que nos rodea, sino a las que les ponemos a otras personas.
Las etiquetas son las cajas en las que las personas te meten para poder clasificarte de algún modo. La realidad es que la complejidad de un ser humano con todas sus facetas, con su naturaleza cambiante y burbujeante, es demasiado para muchas personas. Quizá ellos mismos han olvidado que también son así. Humanos. Complejos. Polifacéticos. Entonces necesitan un sistema de clasificación para que no te les escapes del redil y así poder dormir tranquilos.
Como ves, la primera justificación que se me ocurre para este comportamiento de las personas con pasión por las etiquetas es que han olvidado su magia. También puede ser que, en un mundo donde queremos tenerlo todo medido y calculado, prefieran que no les recuerdes que la existencia humana es en sí misma rica, caótica y compleja. ¿O quizá no quieran lamentar lo que han perdido?
Nunca lo sabremos.
Pero el caso es que, aunque tu nombre en el DNI sea otro, en la mente de tu vecino, o de tu amiga de la universidad, o de tu jefe, puedes perfectamente ser la hippie.
O la creativa.
O la complicada.
O la “tía que es como un tío”.
La que tiene dinero.
O la que no lo tiene.
Quizá te toque la etiqueta de mártir.
La de cerebrito.
La borde, o la simpática.
La madre abnegada.
La empresaria sin corazón.
La que siempre tiene una sonrisa para todo el mundo, aunque le estén pisando la cabeza.
O la que tiene un carácter fuerte (“Es que no hay quien la aguante'').
Y así un largo etcétera.
El problema de las etiquetas es que, como puedes imaginarte, son muy limitadas. Además, no son infalibles. Porque tú, como persona poliédrica y en evolución constante que eres (qué aburrida la vida sino, ¿no crees?) tienes derecho a hacer lo que te venga en gana, e incluso - llámame loca - a cambiar de opinión independientemente de las etiquetas que necesite imponerte la gente.
Claro, esto a veces no cuadra con las etiquetas que te ha puesto una persona, porque el sistema de clasificación es un poco arcaico (y seguramente creado por alguien que ve el mundo en blanco y negro). Siguiendo con el ejemplo de antes, si la etiqueta “hippie” va “lógicamente” asociada a la etiqueta de “persona que no se va a casar”, ¿qué pasa cuando mi amiga “la hippie” se enamora y se casa? ¡Colapso!
Las etiquetas podrían quedarse en una mera anécdota divertida si todos fuéramos impermeables a las opiniones ajenas. Pero la realidad es que hasta el tipo más duro necesita de un mínimo grado de, si no aprobación, al menos comprensión de su entorno.
Por eso las etiquetas son dañinas, porque si tienes la mirada puesta hacia fuera, corres el riesgo de creértelas y de empezar a actuar como los demás esperan de ti.
La clave está, entonces, en aprender a vivir la vida sin preocuparte en exceso por ellas. Esto es más fácil de decir que de hacer porque estamos programados para ser adictos a la aprobación social, pero con ganas, carácter y un poquito de tesón de todo se sale. Quizá, con la práctica, llegue el maravilloso momento en el que apenas te afecten las etiquetas que te pongan. Incluso puedes llegar al nivel 10 de liberación y echarte unas risas a costa de ellas (me ha pasado alguna vez y es fantasía).
Las etiquetas nublan en cierta medida nuestra verdadera naturaleza, pero hay otras formas de maquillar nuestra identidad que son muchísimo peores.
Seguro que las has visto. Van por la calle, campando a sus anchas. Nos rodean. Es raro ver a alguien sin una. De hecho, voy más allá: seguramente hayas visto la tuya cuando llegas a casa, te miras al espejo y te desabrochas, aliviada, el sujetador antes de quitártela.
Me refiero a tu máscara.
No me mires así, no intentes disimular. Todos las llevamos. Las máscaras que nos ponemos para presentarnos al mundo son tan viejas (o más) que el teatro en sí.
Las máscaras tienen una función. Las usamos para sobrevivir, para dejar de brillar, para tirar palante, para sentirnos queridas o aceptadas.
Pero no te engañes, el precio a pagar por escondernos tras ellas es muy alto. Las mismas que nos ayudan a navegar nuestra vida con mayor o menor acierto, con el tiempo nos convierten en parodias de papel maché. Y si te las crees, si llega un momento en el que asumes el papel de tus propias máscaras, estas te roban el alma. Te conviertes en un receptáculo de la mirada ajena, en un monigote vacío. Y un día te despiertas y no sabes qué partes de ti son realmente tú y cuáles son consecuencia de tantos años poniéndote una misma máscara, como quien se pone una armadura.
¿Entiendes ahora por qué las máscaras son tan peligrosas? No puedes controlar las mentes de los demás y evitar que te etiqueten y clasifiquen. Pero la máscara te la pones tú, y no hay mayor esclavitud que esa. Es como entrar voluntariamente en una jaula, cerrar la puerta y pintarle los barrotes de oro falso. ¿Qué tal me quedan?
No es buena señal que tengas que ponerte máscaras y etiquetas para navegar tu día a día. Quiere decir que o convives con la gente equivocada o que has perdido la noción de quién eres en pos de un personaje de ficción.
¿Que cómo nos liberamos de ellas? Ay, amiga, no es tarea fácil. Las metamorfosis, las limpiezas de primavera y las vueltas al propio hogar nunca lo son.
Supongo que el proceso es parecido a presenciar la fuerza del agua en un torrente primaveral.
El burbujeo, el estruendo, la rápida expansión. La forma en la que ese torrente hace lo que tiene que hacer sin preocuparse por
a quién mojará
a quién aplastará
quién le aplaudirá
qué sed saciará
qué barcos hundirá
Tira tus máscaras y mira cómo el agua las arrastra al fondo del río. Aún no es demasiado tarde. Aún podemos encontrarnos en la otra orilla, donde el agua, tras la tormenta, es cristalina. Yo llevo el picnic.
Increíblemente bueno, geme. Enhorabuena. Me apunto al picnic sin máscaras!