#13 - La de la espera
Qué mal se nos da la espera.
Esta semana he tenido un par de situaciones que me lo han recordado: una muy mundana y otra un poco más trascendental.
La mundana es tan mundana como un pedido online, el que hice ayer. Lo sé, esto no tiene nada de destacable, hasta que llegué a las Condiciones de Envío para comprobar sorprendida que el plazo de entrega habitual era de 22 días.
Veintidós días. Eso es casi un mes, me dijo mi mente ansiosa.
Casi tengo que coger la típica bolsa de papel marrón que la gente de las pelis usa o bien para beber alcohol a morro en las frías calles de Chicago o bien para respirar dentro cuando se pone de los nervios (¿lo has probado alguna vez?¿funciona?).
Por mi mente cruzaron varias excusas para legitimar mi frustración, entre las cuales estaban la incredulidad (“deben de haberse equivocado”), la imperiosa necesidad (“pero si esto lo tengo que tener para la semana que viene como tarde”) e incluso cierto cariz de indignación (“no sé cómo se atreven con los tiempos que corren, si llego a saber lo de estos plazos de envío igual ni pido”).
La otra situación que me ha presentado el Universo es bastante menos banal, y es que mi hija, que aún está en el horno, me da pistas falsas. Sí, nos hizo creer que le apetecía venir a este mundo hace unos días pero al final resultó que no. Con lo que aquí sigo, con la maleta del hospital casi hecha (algo insólito en mí), la tripa como si me hubiera tragado una sandía de acero y preguntándome si mi peque habrá heredado mi irónico sentido del humor. Tiene pinta de que sí.
Bromas aparte, todo esto me ha hecho pensar en lo que nos cuesta sostener la espera y en lo fácilmente que caemos en la impaciencia. Es casi automático, ¿verdad?
Estamos acostumbrados al envío en 24 horas, a que nos ofrezcan de golpe toda la temporada de la serie, a la instantaneidad de los mensajes de Whatsapp, a la odiosa y frustrante mentira de “móntate una web y en tres meses serás un empresario de éxito que factura seis cifras”…que hemos desarrollado una intolerancia a los tiempos orgánicos.
Sin embargo, hace apenas unos años los capítulos de las series se entregaban semana a semana. Y no nos moríamos.
Para tener algo que deseábamos en la puerta de casa había que esperar siempre unos días, o peor aún, acudir físicamente a una tienda para comprarlo.
Si seguimos abriendo el baúl de los recuerdos, ¿recuerdas cuando para comunicarnos con alguien teníamos que sabernos su número de teléfono fijo? Incluso a veces tocaba hablar con sus padres para que le dejaran el recado si no estaba en casa (¡horror!). Y tampoco pasaba nada.
Y si ya nos vamos miles de años atrás, los ciclos de luz y oscuridad regían nuestros días porque no teníamos luz artificial. Así que cuando se hacía de noche, era hora de dormir y punto. Da igual cómo te pusieras o los capítulos de Netflix que tuvieras pendientes (nótese la ironía). Como mucho podías compartir alguna historia a la luz de la hoguera. Había que esperar a que el alba despuntara, anunciando un nuevo día, para retomar tus quehaceres.
No pretendo que esto sea un burdo cualquier tiempo pasado fue mejor, ni mucho menos. Estoy muy agradecida por la luz artificial y comprar online me apaña la vida. Pero lo cierto es que la mayoría de las veces ESO que nos corre tanta prisa no es tan grave.
De hecho, lo importante sucede en el período de espera.
Cuando el polvo suspendido en el aire se ilumina con un haz de luz del atardecer, en el instante que acontece entre que alguien abre los labios y pronuncia la primera palabra, en la mirada cómplice entre dos personas…Y por supuesto, en el momento en el que un nuevo ser humano decide que quiere llegar al mundo, por suerte ajeno a las rebosantes agendas y retorcidas exigencias del mundo exterior. No hay momento más mágico y más digno de respeto que ese y esto es lo que he aprendido esta semana (rabietilla mediante, no te creas).
Pero no hace falta quedarnos en los grandes momentos de la vida: la poesía cotidiana — que sin duda sucede, ya tenga testigos o no — nos pasa desapercibida cuando vamos corriendo de un sitio para otro.
La rendición que reside en la espera nos enseña mucho. Supone una sabia lección sobre fluidez, sobre paz mental, sobre presencia. Por mucha rabia que nos dé soltarle la mano a la inmediatez, no podemos acelerar los segundos del reloj. De hecho, nos vendría bien recordar que bastante rápido pasan ya.
Ojalá esta carta te ayude a desacelerar tu mes de septiembre si ya estás inmerso en la temible rueda de hámster postvacacional. Porque ya sabes: lo importante se desarrolla en los instantes leves, por mucho que nos empeñemos en atropellarlos con nuestro bulldozer capitalista.
Y es una pena que nos los perdamos.
Te deseo una fluida y lenta vuelta a la rutina,
Paula