#10 La de las metamorfosis y cortar por lo sano
Mientras te escribo estas palabras, mi cabeza pesa como medio kilo menos que antes de ayer. Y no es porque esté vaciando mis pensamientos en este espacio; es una sensación mucho más física, más tangible, resultado de que ayer me corté unos 40 centímetros de melena.
El pensamiento me pasó por la cabeza cuando le dije ciao! al afable italiano que acaba de abrir su cafetería junto al portal de casa.
También al cruzar ese paso de cebra interminable bajo la abrasadora luz de mediodía.
Volvió al ataque al desviarme por una calle que me hacía dar un rodeo solo porque quería admirar los árboles de rebosantes flores lilas que enmarcaban la estrecha carretera.
Se presentó incluso cuando pasé andando a paso ligero (para compensar el anterior rodeo) por mi antiguo barrio y me invadió una punzada de nostalgia.
Todas esas veces, de camino a mi ansiada cita con la peluquera, me pregunté si me iba a arrepentir de lo que estaba a punto de hacer. Al fin y al cabo, me gustaba mi melena. No estaba especialmente estropeada. Si le daba el sol, brillaba con un halo cálido y agradable. Pero todos esos pensamientos razonablemente objetivos no conseguían empañar la realidad que ya sabía que no podía ignorar: tras años de llevar pelazo largo, el cuerpo me pedía un cambio.
Estas cosas pasan más a menudo de lo que parece. Que algo sea bonito, o que parezca bonito desde fuera, o que los demás nos digan que es bonito, no es razón suficiente para conservarlo en nuestra vida. Al menos, no si no nos vibra a nosotros por dentro.
Y cuando el cuerpo pide cambio, lo sabio es dárselo, tengamos que llevarnos lo que tengamos que llevarnos por delante (sí, incluso coronas castañas doradas que brillan bajo el sol).
Así que hice chas y cambié de etapa.
Porque no nos engañemos, esto en el fondo no va de dilemas capilares, que al fin y al cabo no dejan de ser insultantes problemas del primerísimo mundo. Espero que me perdones la aparente frivolidad del asunto, pero es que en realidad esto va un poco de la vida.
Tras años de mirar hacia las propias entrañas, de observarme con curiosidad, he percibido un patrón: cada dos, tres años máximo siento la necesidad de cambiar las cosas de sitio. Las víctimas más directas de estos vientos de renovación suelen ser los muebles de casa, algún aspecto de mi profesión o, cuando es un caso de reinvención aguda, mi vida entera.
Y la ecuación no falla: la metamorfosis capilar suele acompañar a estas pequeñas (r)evoluciones. En ocasiones incluso las preceden, como el relámpago precede irremediablemente al trueno. Son avisos de que viene tormenta.
Esos aparentemente prosaicos cambios de look son un recordatorio tangible de que ya nada volverá a ser como antes. Y no me refiero por fuera, sino por dentro. Incluso aunque el pelo crezca y parezca el mismo, ambos estamos en otro lugar. Y eso es lo interesante del asunto.
Me consta, además, que no soy la única que vive así las transformaciones capilares. Seguro que lo has visto a tu alrededor.
Esa amiga que corta con el novio y pasa de media melena castaña a pixie rubio platino.
La nueva mamá que se corta el pelo, gesto que ya es casi un cliché que disfraza de comodidad y practicidad lo que en realidad es un acto catártico.
O tu compi de curro, que no sabe qué hacer con su vida y por no dar el paso que necesita dar se tiñe el pelo de rosa, verde o gris.
Creo que todas tenemos ejemplos parecidos cerca, o incluso hemos sido las protas de esas historias. Y lo curioso es que por lo general la gente tiende a dar estos pasos estilísticos de forma algo inconsciente, sin percatarse de la relevancia real del asunto.
Porque a estas alturas ya estaremos de acuerdo en que no se trata de simple pelo.
De todas las leyendas y la mística que envuelve a esta parte de nuestra anatomía, suscribo ciegamente esta interrelación entre cabello y psique por su obviedad. Pero hay otra teoría que me gusta y que tiene bastante de autobiográfica (vamos, que alguna vez la he experimentado en mis propios pelos).
Esta hipótesis de cosecha propia defiende que, ante la imposibilidad de cortar por lo sano en cierto aspecto de nuestras vidas, optamos por la metáfora visual de darnos un buen tajo en el pelo. Esta búsqueda de transformación constante en el aspecto físico también es algo común en las personas que buscan emociones fuertes o novedad constante en sus vidas.
¿Que no consiguen ese ansiado cambio de aires? ¿Que están pasando por una época vital algo frustrante? ¿Que echan de menos el chute de adrenalina que desata la novedad? ¡Pues cambio de look al canto!
Lo que está claro es que, por mucho que nos empeñemos, las visitas a la peluquería ni son pura frivolidad ni tampoco pueden ser sustitutas de la soberanía sobre nuestras vidas. Pero sí que pueden ser compañeras de nuestras metamorfosis internas.
Y es que, por mucho que me guste llevar el pelo largo, sé que el poder terapéutico de un buen corte de pelo es innegable: esa sensación de soltar lo que te pesa, de empezar de cero, de ver cómo crece el cabello de nuevo, fuerte y virgen…es maravillosa.
Así que brindo por las (r)evoluciones, internas y externas, y por la liberación de cortar por lo sano,
Paula
P.D. Después de todo este rollo te puedes imaginar que, como tantas otras veces, mi corte de pelo también ha sido la antesala de un cambio. Si me has visto estos días en Instagram, ya sabes a qué me refiero ;-)
P.P.D. Uno de mis trucos favoritos que también denota la conexión entre cabello y emociones es el que dan los yoguis, que recomiendan lavarte el pelo cuando estás emocionalmente revuelta o molesta. ¿Alguien ha dicho empezar de cero?